El Anillo Perdido

Por: Jajam Salomón Michan Shlit"a.

Contó Rab Itzjak Dayán una historia fascinante: 

En cierta ocasión, una pareja iba a casarse. Como es normal, la emoción y el júbilo llenaban sus corazones. La familia del novio hizo llegar a la prometida un sinnúmero de regalos (bate), entre ellos un anillo de compromiso muy valioso. Se trataba de una sortija con un diamante solitario de más de tres quilates. El color de la piedra embellecía la calidad del brillante. Ante todo esto, la novia quedó fascinada y muy emocionada por tantos halagos. 

El día de la boda, después del enlace matrimonial, ocurrió algo que empañó la festiva atmósfera familiar: la novia había perdido la sortija. 

Se cerraron las puertas del lugar, se pidió a la gente que si alguien veía la joya la devolviera a la kalá; los meseros fueron revisados y todo indicaba que aquella piedra se había esfumado de la faz de la tierra.

Durante las semanas subsecuentes, la familia comenzó a comentar lo distraída que era la ahora esposa del novio y se preguntaban cómo pudo perder un regalo tan importante. Y todos estos comentarios crearon alrededor de la novia la imagen de una mujer poco responsable y descuidada.

Al correr de los años, esta etiqueta definió la personalidad de la muchacha. Desde luego, esto siempre la incomodó y le hizo sentirse mal.

Cuando cumplieron diez años de casados, la pareja decidió volver a representar su unión matrimonial a pequeña escala. Él se vistió con aquel traje que usó en la ceremonia nupcial y ella hizo lo mismo con su vestido de novia. Invitaron sólo a la familia más cercana y a algunos amigos muy queridos. 

Y de repente, el novio introdujo su mano al bolsillo… ¡y se percató de que allí estaba el anillo aquel que se había extraviado! 

Lo sacó y lo entregó a su esposa delante de todos. Tan grande fue la sorpresa pública que todos dijeron:

—¡Ella se lo dio a guardar aquella noche y a él se le olvidó!

Después de aquel evento, se cambiaron los papeles. Todos comentaban lo buena mujer que ella había sido siempre y cómo había podido callar la vergüenza de todos aquellos comentarios durante tantos años. Y a él no lo bajaban de irresponsable.

Una década después, ambos esposos se vieron a los ojos y se dijeron:

—Ahora no vamos a poder celebrar nuestros veinte años de casados —dijo él a ella—. Nuestra situación económica se ha deteriorado mucho (que nadie sepa) y con trabajos sacamos los gastos diarios. Esta ocasión celebraremos tú y yo solos, aquí en nuestro hogar, con una cena modesta.

Al escuchar ella estas palabras, tomó aquella sortija y recordó esos comentarios de la noche de bodas, que decían dónde la había adquirido el novio y lo cara que era. Fue hasta la joyería y pidió hablar con el propietario. Salió aquel hombre elegante y fino, y le dijo:

—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarle?

—Mire usted —dijo ella—. Este anillo me lo regalaron en mi boda y lo compraron aquí. Ahora nuestra situación aprieta y quiero venderlo.

El hombre observó aquel solitario y le dijo:

—Perdóneme, señora, pero este no es el anillo que yo les vendí en esa ocasión. Por el tipo de montadura, presumo que éste fue comprado en una joyería de la competencia que está a unas calles de aquí.

Ella se despidió amablemente y se dirigió hasta el negocio que le habían referido. Se presentó ante el dueño, le comentó que le gustaría vender el anillo y éste le comentó:

—Sí, en efecto. Este es un trabajo nuestro y recuerdo perfectamente a su esposo. Él estuvo viniendo aquí por diez años y cada semana nos abonaba una cantidad para pagar la sortija. Cuando la liquidó, recuerdo la felicidad con que se la llevó. Incluso comentó que en esa fecha cumplía diez años de casado.

—Gracias –dijo ella—. Si es así, no voy a vender el anillo.

Salió caminando rumbo a su casa y entendió que el verdadero brillante del hogar era aquel esposo que Dios le había mandado, y que el brillo que él poseía opacaba a cualquier piedra preciosa.

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